Aportes de los profesionales en ciencias económicas a la ley
27.401.
Resumen
La puesta en vigencia de la Ley 27.401 que extiende la
responsabilidad penal por el cometimiento de ciertos delitos de corrupción
hacia las personas jurídicas, introduce la figura del Compliance en el contexto
de la dinámica de los negocios entre el sector público y los sujetos privados.
Durante el transcurso del año 2018 la Oficina Anticorrupción estuvo aplicada a
la redacción de los denominados “Lineamientos de Integridad para el sector
privado”, sentando así las bases para la siguiente etapa de reglamentación de
la ley penal empresarial. Para estar en condiciones de otorgar una adecuada
asistencia técnica a aquellas entidades de nuestro entorno que resulten
alcanzadas por la ley; este artículo explora algunos aspectos fundamentales de
la nueva normativa que los profesionales en ciencias económicas debemos
conocer, e indaga acerca del conglomerado de servicios a través de los cuales
podemos contribuir a robustecer la ética y la transparencia en el ámbito
empresario.
I- INTRODUCCIÓN
De acuerdo al Banco Mundial, “la corrupción es el mayor
obstáculo para el desarrollo económico y social de un país” (Cámara de Comercio
de Bogotá y Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito, s.f. p.
11)[1]. Su existencia atenta contra la libre competencia de los mercados, y
genera graves riesgos legales y de reputación para los sectores implicados; no
solamente para aquellas organizaciones directamente involucradas en casos de
corrupción, sino a un nivel más amplio y preocupante ya que desincentiva la
realización de inversiones en nuestro país.
A los efectos de enfrentarla, tanto los marcos legales
internacionales, como la rápida evolución de las reglas de gobernanza
empresarial en todo el mundo coinciden respecto a que “ni los gobiernos ni las
empresas pueden combatir la corrupción por sí solos”, y que “el sector público
y el sector privado deben trabajar de consuno en esa labor” (Naciones Unidas,
2013, p. 1)[2].
Siendo precisamente en este contexto mundial en el cual se
inscribe la sanción de la ley 27.401 de Responsabilidad Penal de las Personas
Jurídicas, la que modifica al Código Penal Argentino, extendiendo la
punibilidad por el cometimiento de ciertos delitos de corrupción hacia las
personas de existencia ideal.
Haciéndose eco de los requerimientos formulados a nuestro
país por la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), el
Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI), y los compromisos establecidos
por el Grupo de los 20 (G20), establece normas tendientes a regular y perseguir
determinados delitos de corrupción perpetrados mediante estructuras
societarias, y fomenta la colaboración entre el sector público y el privado
tanto en la prevención como en la investigación de los mismos.
La nueva norma se encuentra vigente desde el 1° de marzo de
2018. De acuerdo a la misma, las personas jurídicas de capital nacional o
extranjero, conformado éste por inversores privados en su totalidad, o que
posean participación estatal; y tratándose de sociedades, fundaciones,
asociaciones y cooperativas, podrían resultar inculpadas por los delitos de
cohecho y tráfico de influencias nacional y transnacional, negociaciones
incompatibles con el ejercicio de funciones públicas, concusión,
enriquecimiento ilícito de funcionarios y empleados, y la emisión de balances e
informes falsos agravados (Ley 27.401, 2017)[3]. Todo ello en la medida en que
a los fines de consumar el ilícito se hubiere verificado la participación
directa o indirecta de la persona jurídica, y que contando con su intervención,
los actos hubieran sido realizados en su nombre, en su propio interés, o
beneficio.
Cabe destacar que la sanción de la norma trae consigo la
creación de un novedoso instrumento, el denominado Programa de Integridad, que
resulta de aplicación obligatoria para aquellas personas jurídicas que aspiren
celebrar contrataciones con el Estado Nacional, cuya aprobación requiera la
firma de ministro o funcionario de rango equivalente. Asimismo, su adecuada
implementación eximiría de pena y responsabilidad administrativa (artículo 9),
atenúa la graduación de la sanción penal (artículo 8), y es condición
indispensable para acceder a un Acuerdo de Colaboración Eficaz (artículo 18,
Ley 27.401, 2017)[4].
La instrumentación legal de este tipo de programas se
enmarca a su vez dentro del fenómeno de la auto-regulación empresaria, que
implica considerar dos tipos de obligaciones de cumplimiento: las que las
empresas se encuentran obligadas a cumplir por exigencias de las regulaciones o
leyes; y aquellas otras obligaciones o compromisos que eligen cumplir de manera
voluntaria, las que resultan coherentes con una conceptualización más moderna
de la función de compliance (Saccani y Morales Oliver, 2018)[5].
A este particular respecto, si bien los lineamientos
provistos por la Oficina Anticorrupción permiten otorgar un alcance más amplio
a sus contenidos, incorporando temas adicionales como fraude ocupacional,
antimonopolio, ciberseguridad, defensa del consumidor, medioambiente, entre
otros; enfatiza que a los efectos de probar la eficacia de la iniciativa frente
a la ley 27.401, este mayor espectro de riesgos “no debe afectar la
consideración cuidadosa de aquellos asociados a corrupción, o hacer que se
confundan con otros” (Oficina Anticorrupción, 2018, p. 16)[6].
Dada la relevancia tan significativa que el marco le otorga
al Programa de Integridad en el momento de ponderar la responsabilidad
empresarial por corrupción (Oficina Anticorrupción, 2018)[7]; desde nuestro
desempeño profesional, estamos asistiendo a una coyuntura que demanda
recomendaciones eficaces y claras a los sujetos afectados, las que a su vez han
de resultar proporcionadas al espectro de riesgos que son producto de sus
interacciones de negocios con el sector público.
Mientras que a la par, los efectos concretos derivados de la
novedad legal aún no se visualizan con claridad (Martínez, 2018)[8].
En razón del escaso tiempo transcurrido desde la sanción de
la norma y el proceso de reglamentación en el que se encuentra, que además
podría verse enriquecido con otras exigencias provenientes de aquellas
autoridades con poder de policía nacional, provincial, municipal o comunal
sobre la actividad de la persona jurídica (Ley 27.401, 2017)[9], se generan grandes
interrogantes acerca de los criterios que efectivamente utilizarán tanto
fiscales y jueces para evaluar la idoneidad de los programas que hayan sido
implementados por las organizaciones llamadas a cumplir con la ley.
Desde este punto de vista, y en virtud que los programas
quedan enmarcados dentro de una iniciativa de compliance legal penal, podría
argumentarse fundadamente que la disciplina posee una connotación jurídica
evidente. Aunque la necesaria utilización de metodologías basadas en la gestión
de riesgos –en este caso, orientadas a la identificación y prevención del
cometimiento de los delitos de corrupción enumerados en la ley-, exigen los
aportes provenientes de los profesionales de las ciencias económicas, dada su
reconocida expertise en los ámbitos de la auditoría y el control interno.
Ante este panorama y con el objetivo de ser partícipes
activos en esta instancia de consolidación de la ética y la transparencia en el
ámbito empresario, este artículo explora ciertos aspectos que se evidencian
esenciales al momento de concebir un sistema de supervisión y controles con el
cometido de resultar consistentes bajo la ley 27.401; e indaga acerca de un
conglomerado de servicios profesionales que podrían ser utilizados por la
gobernanza de las entidades como medios tendientes a monitorear la marcha y
efectividad de los Programas de Integridad implementados.
II- EL PROGRAMA DE INTEGRIDAD: CAUSAS Y EFECTOS DE LA LEY
27.401
Como fuera mencionado durante la introducción, la
participación del sector privado empresarial en la lucha contra la corrupción
asume una relevancia especial.
Es que los delitos de corrupción revisten características
propias que inciden sobre sus posibilidades de ser acreditados ante la
justicia: en general son actos de naturaleza opaca que rara vez se encuentran
documentados, suelen apelar a maniobras
complejas mediante la participación de múltiples actores, con aparentes
consecuencias mediatas o difusas, y existen escasos incentivos para su denuncia
(Honisch, 2018)[10]. En razón de lo cual, en los últimos años, y como precepto
reconocido de buen gobierno corporativo se insta a las empresas a que asuman el
compromiso de luchar por la integridad y contra la corrupción, combatiendo
prácticas ilegales y antiéticas de competencia.
Es en este contexto en el cual aparecen los sistemas de
autovigilancia de las organizaciones, y que en un acercamiento a los
lineamientos internacionales, el Estado argentino incorpora mediante la sanción
de la ley 27.401. Siguiendo a Honisch, con la nueva norma “se procura con
claridad por un lado, la auto-responsabilidad empresaria orientada a la
prevención de la corrupción, y por el otro, a fomentar esa colaboración en la
detección, denuncia y persecución de estos delitos” (2018, p. 347)[11].
A tales efectos, el diseño de un Programa de Integridad de
acuerdo a las previsiones de la ley 27.401 se enmarca dentro de los supuestos
asignados a una función de compliance, en este caso de carácter legal penal; lo
que resulta un factor limitante respecto a los márgenes de tolerancia que puede
admitir la organización acerca de las consecuencias derivadas de incurrir en
potenciales incumplimientos (Pagano, 2018, cap. 11.3)[12].
La implementación del Programa en los términos de la ley
denota dos efectos substanciales y diferenciados: resulta obligatorio para
aquellas modalidades de contratación previstas en su artículo 24; y “será la
llave que les permitirá a las personas jurídicas –y también a las personas
físicas que componen la organización- reducir o eliminar su responsabilidad
penal” (Honisch, 2018, p. 344)[13].
Para el primero de los efectos mencionados, las entidades
deberán acreditar la existencia del Programa como un requisito extra a los
fines de acceder como proveedores o contratantes al conjunto de adquisiciones
realizadas por el Estado nacional.
Si bien este universo de compras nacionales puede ser
dividido en cuatro grandes grupos: bienes y servicios; obra pública;
participaciones público-privadas; y concesiones y licencias; la exigencia opera
siempre que se trate de contratos con montos lo suficientemente significativos
cuya aprobación requiera la firma de funcionario con rango no menor a ministro.
No obstante lo mencionado, se hace necesario advertir que es
preciso estar atentos ante posibles actualizaciones de los montos previstos por
el marco legal que regula la contratación de bienes y servicios; y al conjunto
de requisitos contenidos en cada pliego de licitación de obra pública en
particular.
Asimismo y en esta misma dirección, se hace indispensable
tomar conocimiento actualizado del entramado de normas y regulaciones
específicas para cada tipo de adquisiciones, con especial detalle en las leyes
que les son de aplicación, y el conjunto de nuevos requerimientos que se
esperan serán exigidos a la brevedad como consecuencia de la reglamentación de
la ley 27.401.
Respecto al segundo de los efectos derivados de la ley,
aquel que reduce o exonera la responsabilidad de los sujetos imputados, los
contenidos y la adecuación del Programa serán analizados en un momento
posterior al delito perpetrado, y la carga de la prueba reside no ya en los
fiscales, sino en la propia entidad involucrada en el ilícito. Según Martínez, lo esencial para la organización
será demostrar que al menos “los riesgos de corrupción estaban correctamente
atendidos, las conductas previstas por la ley claramente desincentivadas, y
existían controles previstos para detectarlas, evitarlas, castigarlas” (2018,
p. 293)[14]. Esto último, en la medida en que pueda probarse su adecuación, en
términos de constituirse como instrumento de supervisión y control acorde a las
características propias de la empresa, el sector en el que opera y el análisis
de riesgos correspondiente (Oficina Anticorrupción, 2018)[15].
III-UN ENFOQUE CENTRADO EN LA GESTIÓN DE LOS RIESGOS DE
CORRUPCIÓN
En lo que concierne al Programa de Integridad requerido por
la ley que nos ocupa, el enfoque basado en los riesgos de corrupción que
enfrenta cada entidad ha de ser el elemento rector que oriente luego el diseño
de cada uno de sus componentes. Cuestión ésta que es reconocida por la propia
normativa cuando menciona que “el riesgo es el criterio decisivo para el diseño
del Programa”, y más adelante agrega que “lo importante es que la evaluación se
haga y su resultado influya sobre el Programa que se adopte” (Oficina Anticorrupción,
2018, p. 15)[16].
La importancia otorgada a la fase de identificación y
evaluación de los riesgos se relaciona con el entendimiento acerca de que las
características distintivas de cada entidad influyen en el espectro de riesgos
de corrupción a los cuales pueden encontrarse expuestas. Factores como el
tamaño, la organización jurídica y administrativa que hayan asumido, la
localización geográfica de sus operaciones, las modalidades de contratación que
utilizan para comercializar sus bienes y servicios, los componentes de la
cadena de valor, así como sus socios comerciales, entre otros, determinan los
mecanismos de control que deberán implementarse a los efectos de prevenir el
cometimiento de los delitos tipificados en la ley, y dando lugar a programas
diseñados a medida de cada empresa.
Es por ello que se afirma que para prevenir y combatir la
corrupción de manera eficaz, “no existe un programa anticorrupción de talle
único” (Naciones Unidas, 2013, p. 10)[17], y que no existirán dos programas iguales,
ni un modelo ideal, ni una secuencia obvia para su desarrollo y puesta en
marcha (Oficina Anticorrupción, 2018)[18].
Ahora bien, toda instancia de evaluación de riesgos
constituye en sí misma un proceso, el que ha de ser planificado atendiendo a objetivos
concretos.
En el caso bajo estudio, los lineamientos prevén dos
instancias al respecto: la evaluación inicial como paso previo al diseño del
Programa y de carácter obligatorio; y un análisis periódico con posterioridad a
la operatividad del sistema, y que si bien no resulta mandatorio de acuerdo al
artículo 23 de la ley, es un elemento vital a los efectos de conservar la
eficacia del Programa ante el dinamismo característico del entorno de los
negocios (Oficina Anticorrupción, 2018)[19].
Dado que la actividad orientada a la identificación inicial
de los riesgos puede resultar en una tarea sumamente ardua si no se le asigna
un perímetro claro y preciso de alcance; lo esencial en esta fase es concentrar
los esfuerzos de identificación hacia aquellos momentos más críticos de la
interacción entre lo público y lo privado, como lo son la instancia de los
procesos de contratación –concursos, procesos licitatorios, y todo otro esquema
de compras y contrataciones estatales-; y la instancia de ejecución de los
contratos resultantes.
Las instancias anteriormente mencionadas representan a
juicio de Honisch (2018)[20] los procesos con índices de riesgo más elevados;
aunque no deberán dejarse de lado actuaciones más operativas entre las empresas
y funcionarios estatales, independientemente de la esfera o nivel gubernamental
al cual pertenezcan. Habilitaciones, inspecciones, controles y verificaciones
rutinarias, por citar algunos ejemplos, forman parte de un entramado de
intervenciones que no quedan ajenas al cometimiento de conductas irregulares; y
que atendiendo a una adecuada interpretación de la Ley de Ética Pública,
deberán tomarse en cuenta cualquiera sea el origen jurisdiccional del agente
público interventor; puesto que a los efectos del derecho penal, para los que
actúan por y para el Estado, cualquiera sea la entidad en la que lo hagan, sus
categorías han de equipararse (Honisch, 2018)[21].
La pretensión de esta evaluación inicial es lograr un
entendimiento más exhaustivo acerca del conglomerado de riesgos de corrupción a
los cuales se encuentra expuesta la entidad, y de esa forma entonces, tomar
decisiones de gestión más acertadas tendientes a prevenir su ocurrencia.
En esta misma dirección, merece una especial atención el
concepto de debida diligencia hacia terceros, ya que el mismo extiende la
cobertura de los riesgos a evaluar y a administrar por parte de la organización
principal.
El conjunto de terceros con los que una organización suele
vincularse durante el ejercicio de sus operaciones, tales como socios de
negocios, proveedores, distribuidores, prestadores de servicios, agentes e
intermediarios, pueden constituirse en una amenaza potencial del cometimiento
de los delitos tipificados por la ley; y consecuentemente, verse comprometida
la responsabilidad de la entidad por el accionar de sujetos ajenos a ella.
La debida diligencia tiene su correlato en el texto legal,
ya que “se responsabiliza a las personas jurídicas por la acción de cualquier
persona física –con independencia de si es un integrante de la organización o
un tercero, posea o no un vínculo formal- con tal de que la acción se cometa en
nombre, beneficio o interés de la persona jurídica” (Oficina Anticorrupción,
2018, p. 49)[22]. De esta forma, se busca fomentar la implementación de
dispositivos tendientes a extender la conducta de integridad hacia el
ecosistema de sujetos con los cuales la entidad principal se relaciona en el
desempeño de sus actividades.
Al momento de incorporar este cometido como elemento que
forme parte del Programa, las entidades suelen enfrentarse a un doble desafío:
por una parte la capacidad de influencia que la organización posea respecto al
universo de sujetos sometidos a control; y por otra parte, la necesidad de
realizar una asignación eficiente de aquellos recursos asignados globalmente al
Programa, en lo referido a este componente en particular. En palabras de
Sacurno “la estrategia a adoptar es: definir actividades de control sobre el
universo de socios de negocio en base al riesgo que representa cada uno de
ellos para la organización” (2018, p. 105)[23].
A este respecto, la Oficina Anticorrupción (2018)[24] en sus
lineamientos reconoce y trata ambas problemáticas: los costos asociados al
desarrollo de este elemento del Programa, y la dependencia de la iniciativa en
cuanto al poder negociador que ostente la entidad principal para imponer
condiciones sobre sus socios comerciales. En estas circunstancias, y al igual
que para la totalidad de los elementos que conforman al Programa de Integridad,
el criterio rector reside en la proporcionalidad. Una política de debida
diligencia proporcional a los riesgos de la actividad, a la dimensión de la
persona jurídica, y a su capacidad económica.
IV- COMPLIANCE PENAL Y SERVICIOS PROFESIONALES
La etapa de evaluación de los riesgos de corrupción no
culmina con la identificación del universo de hipótesis más críticas derivadas
de las interacciones con el sector público realizadas por la persona jurídica.
Una vez conocidos los probables escenarios con riesgos de
corrupción que rodean a la operatoria de la entidad, se hace preciso relevar el
conjunto de medidas y controles ya existentes; y que se encuentran diseñados
asociadamente a un riesgo específico con el cometido preciso de minimizarlo, y
probar su eficacia y operatividad, atendiendo a diagnosticar en qué estado de
vulnerabilidad se encuentra la organización frente al conjunto de riesgos de
corrupción que la afectan.
Según los lineamientos “el riesgo residual mide el riesgo
remanente después de considerar los controles existentes frente al riesgo
inherente” (Oficina Anticorrupción, 2018, p. 19)[25], y esta medición será un
insumo útil que servirá de base para tomar decisiones conscientes frente al
riesgo, las que deberán ser plasmadas en un plan de acción anticorrupción.
La evaluación inicial, el re-diseño, y el diseño de nuevos
controles forman parte de las tareas necesarias para lograr el Programa de
Integridad adecuado en los términos de la ley; y poseen su expreso correlato en
la exigencia de contar con reglas y procedimientos específicos para prevenir
los ilícitos tipificados, cubriendo todo el espectro de interrelaciones
relevantes con el sector público (Oficina Anticorrupción, 2018)[26].
Según Naciones Unidas (2013)[27], la tarea de enunciar
reglas y procedimientos específicos para abordar la corrupción, representa una
labor importante y difícil. Especialmente, en aquellas situaciones donde las
fronteras entre las prácticas legales, los usos y costumbres, y las prácticas
corruptas no se encuentran claramente trazadas.
Se hace importante advertir que sin dejar de considerar la complejidad propia
e inherente a cada caso en particular, la búsqueda se orienta a identificar
pagos indebidos –sobornos y de facilitación, nacionales y extraterritoriales-,
influencias indebidamente ejercidas sobre las acciones y decisiones de
funcionarios públicos, asientos contables fraudulentos, inadecuada utilización
de contribuciones filantrópicas, políticas, y patrocinios.
A estos fines, la importancia de llevar libros y registros
en estos circunstancias, además de legal se torna estratégica; y el diseño de
controles sobre información financiera -integrándolos a los procesos y
actividades operativas de la entidad-, materializa en el plano del desempeño la
definición de una política anticorrupción clara y categórica; que responde
mediante sus contribuciones a la preservación de los activos de la sociedad y
al cumplimiento de las regulaciones que les son de aplicación.
Para cumplir con el conjunto de reglas y procedimientos que
exige la ley, deberán implementarse controles preventivos y de detección:
descripciones de tareas y funciones, controles de acceso a sistemas e
información, autorizaciones múltiples, conservación y seguimiento de la
ejecución de contratos, exámenes y conciliaciones de cobros y pagos, análisis
de la composición de los gastos, divulgación pública de las contribuciones
filantrópicas y patrocinios, análisis de la oportunidad de las erogaciones
efectuadas, por sólo mencionar algunos ejemplos esenciales.
De acuerdo a Naciones Unidas (2013)[28], las empresas no
sólo deben procurar mantener continuamente un ambiente de trabajo acorde con
sus valores éticos, -incluso en aquellas que posean una cultura institucional
fuerte basada en la confianza y la integridad-, sino que además se debe
establecer y mantener un sistema de controles internos orientados a prevenir y
desincentivar los riesgos de corrupción en todas las etapas y circuitos de
negocios.
Es que precisamente, este sistema de controles internos
ayuda a garantizar que las políticas y los procedimientos anticorrupción se
estén aplicando de forma eficiente, sin lagunas ni duplicaciones; asigna
responsabilidades claras a los distintos grupos evidenciando la participación
de cada uno de ellos en el plan anticorrupción de la entidad, y constituye la
base sobre la cual se diseñarán los programas de capacitación demandados por la
ley.
El compromiso de asegurar la efectividad del sistema de
controles internos mediante su supervisión le corresponde al Consejo de Administración,
o a la máxima autoridad decisional de la entidad. Como buena práctica de
gobierno corporativo, el artículo 23 VIII de la ley concibe al Programa de
Integridad como un proceso de aprendizaje, y establece como uno de sus
elementos al monitoreo y evaluación continua de su efectividad (Ley 27.401,
2017)[29].
Atendiendo al criterio de proporcionalidad ya mencionado en
párrafos anteriores, la revisión también deberá ser acorde a las
características y recursos de la organización. Lo importante es lograr
verificar si el Programa aborda de manera suficiente los riesgos de corrupción,
si verdaderamente se aplican las políticas y los procedimientos en las
actividades cotidianas, y qué resultados tuvieron los controles implementados;
a la par de identificar debilidades críticas producto de variaciones en el
entorno de los negocios u operaciones, o bien derivadas de falencias en la
gestión (Oficina Anticorrupción, 2018)[30].
En cuanto al espectro de acciones que la entidad puede
implementar para materializar las revisiones, los lineamientos plantean un
criterio amplio de aceptación, siempre en la medida en que se constituyan como
medios idóneos que permitan obtener información fiable sobre la marcha y el
impacto del Programa (Oficina Anticorrupción, 2018)[31].
En una entidad de grandes dimensiones, es deseable que el
monitoreo se estructure con un alto rigor técnico, los ciclos de mediciones
asuman una periodicidad regular, y el Programa forme parte del conjunto de
riesgos y controles que en un tercer nivel quedan bajo la órbita de auditoría
interna; dado que ésta se erige como disciplina independiente cuya finalidad
prioritaria de intervención es la de vigilar el cumplimiento y grado de
efectividad con la que se encuentra operando el sistema de control interno de
la empresa.
También, entre el conjunto de iniciativas disponibles, las
entidades podrían recurrir a la implementación de sistemas de gestión, entre
los más destacados en la materia, actualmente se ubican el estándar ISO 37001
Sistema de Gestión Antisobornos y el estándar ISO 19600 Sistemas de Gestión de
Compliance, y sobre ellos estructurar el diseño de sus propios Programas.
Aunque de acuerdo a los lineamientos, también “en ciertos
casos puede ser valioso recurrir a apoyo profesional externo que certifique o
valide la buena marcha del Programa, o bien asista en la realización de las
mediciones” (Oficina Anticorrupción, 2018, p. 66)[32].
Entre los más recurrentes, y que poseen alto reconocimiento
mundial frente a este tipo de iniciativas, se destacan algunos servicios
profesionales que encuentran su reflejo en nuestra Resolución Técnica 37; en
particular, los Encargos de Aseguramiento en general, y los Encargos para
aplicar Procedimientos Acordados.
Para el primer caso, los Encargos de Aseguramiento en
general, se convoca al Contador para que en el ejercicio de su labor
profesional, aporte su juicio y criterio realizando procedimientos tendientes a
la obtención de evidencias que le permitan otorgar un nivel de seguridad
pretendido; aumentando la confiabilidad en que la información o materia objeto
de verificación no presenta incorrecciones significativas en comparación con
los criterios aplicados. Particularmente y en relación al tema que nos ocupa,
el Programa de Integridad en su totalidad, o respecto de algunos de sus
componentes podrían constituir la materia u objeto del encargo, mientras que
las previsiones legales y reglamentarias representarían los criterios contra
los cuales realizar la comparación. Asimismo, y en este sentido, para aquellas organizaciones
que hayan adoptado sistemas de gestión, la comparación se realizaría por parte
del revisor independiente confrontando la estructura que acusa el Programa
frente al estándar asumido. Además es posible brindar aseguramiento respecto a
la efectividad del Programa mediante la implementación de pruebas y testeos que
se realizan cumpliendo las condiciones básicas aplicables al entorno de los
servicios de auditoría, como lo son la indepedencia, la ética profesional y la
planificación del trabajo.
Mientras que en los Encargos para realizar Procedimientos
Acordados, los usuarios convocan al Contador para que éste realice ciertos
procedimientos que en su naturaleza son de auditoría, pero no requieren del
profesional otorgamiento de seguridad alguna. Son los usuarios quienes han
definido específicamente sus requerimientos de información en razón de una
circunstancia o un contexto, y en un determinado momento, y se sirven del
desempeño profesional para conocer taxativamente los resultados buscados.
En el ámbito de un Programa de Integridad, este tipo de
servicios resultan útiles para evaluar el funcionamiento de controles críticos,
ya que permiten documentar el testeo y representan un medio de prueba válido al
momento de demostrar acciones de monitoreo y supervisión ante terceros y
organismos de contralor. Asimismo, resultan eficaces cuando se trata de
monitorear acciones de diligencia debida sobre sujetos ajenos al ente, sobre
los cuales sea preciso extender las políticas de integridad de la organización
principal.
Como se observa, todas las posibles actividades que sean
implementadas por la entidad a los efectos de monitorear la marcha del Programa
son importantes, dado que contribuyen a su mejora continua y generan evidencia
empírica acerca de su seguimiento. Aunque lo esencial siempre es seleccionar
aquellas modalidades de verificación que respondan o satisfagan de la mejor
manera los intereses de la entidad.
No obstante lo expuesto, el análisis de plena efectividad y
carácter adecuado del Programa en última instancia, sólo le corresponderá a la
autoridad judicial. Aunque es dable reconocer que toda evaluación externa que
goce de rigor técnico y suficiente prestigio colaboraría a determinar la
adecuación del mismo frente a una evaluación futura; como reaseguro, o esfuerzo
de mejora continua (Oficina Anticorrupción, 2018)[33].
V- REFLEXIONES FINALES
Como fuera expuesto a lo largo de estas páginas, la
corrupción atenta contra la propia perdurabilidad de las empresas y menoscaba
el desarrollo de las naciones: desincentiva las inversiones, distorsiona las
condiciones de libre compentencia y deteriora la calidad de los servicios
finalmente recibidos por los ciudadanos.
Estas circunstancias representan razones sobradamente
fundadas al momento de justificar los esfuerzos internacionales aplicados a
incentivar el comportamiento ético del sector privado en sus relaciones de
negocios con el sector público, así como el fomento a la colaboración y la
identificación temprana de los delitos de corrupción.
Ninguna empresa se halla inmune al problema de la
corrupción; y todas están llamadas no sólo a asumir el compromiso, sino además
a trascender hacia la acción con medidas concretas, entre ellas la
implementación de programas de cumplimiento legal que fomenten la ética
empresarial.
En nuestro caso en particular, mediante la sanción de ley
27.401 se restringe considerablemente el margen de discrecionalidad de las
personas jurídicas al momento de acreditar respuestas eficaces frente a los
riesgos de corrupción que las afectan.
El Programa de Integridad instaurado por la ley reviste las
características esenciales de todo programa de compliance, aunque persigue la
finalidad específica de constituirse como instrumento de autovigilancia a los
efectos de blindar a la empresa y a sus integrantes en todos aquellos procesos
en los que interactúe con el sector público.
Como toda práctica de buen gobierno corporativo, mediante el
conjunto de estructuras organizativas que lo conforman y que a su vez quedan
integradas al sistema de control interno de la entidad que lo adopta, lo que se
pretende evitar es el ejercicio de una gobernanza imperfecta consecuencia de
deficiencias o debilidades de supervisión; y que finalmente puedan
manifiestarse en la tolerancia directa o indirecta de los órganos de la persona
jurídica hacia los delitos de corrupción tipificados en la norma.
El criterio de proporcionalidad consagrado en el texto de
los lineamientos alude a una metodología centrada en la evaluación de riesgos
de corrupción, y da lugar a la implementación de programas únicos para cada
organización. En los que la singularidad está conformada por el conjunto de
respuestas que a la entidad le resultan efectivas para evitar esos riesgos en
un determinado momento, ante un entorno específico y acordes a su propia
envergadura económica.
Es por ello que las características particulares que asumirá
cada componente del Programa son la resultante de analizar los escenarios de
riesgos que rodean a sus principales procesos de interacción con el sector
público, el relevamiento de controles existentes que fueran diseñados
asociadamente para su mitigación, y la probanza o testeo de su eficacia.
Para luego avanzar hacia el diseño de controles que deberán
ser integrados a los procesos organizacionales más relevantes, lo que
indefectiblemente conduce al involucramientos de las partes interesadas de la
entidad, y le otorga a la iniciativa la transversalidad que la caracteriza.
Las formas de organización del trabajo que son típicas en
las entidades empresariales, las que dan lugar a multiplicidad de cargos,
funciones y jerarquías, asignaciones de responsabilidades y delegación de
tareas, son factores que dificultan el encuadre técnico que el derecho penal
necesita para atribuir responsabilidad al ente.
Mientras que el entramado de operaciones y redes de
relaciones de las que suelen servirse los sujetos a los fines de perpetrar los
ilícitos de corrupción previstos en la norma dificultan su identificación,
facilitan su omisión u ocultamiento, y generan alteraciones significativas
respecto a los patrones tradicionales de autoría que se advierten en los
delitos comunes.
Estas circunstancias elevan el grado de complejidad de los
escenarios de riesgos que aborda la compliance legal penal, requiriendo
entonces el ejercicio de un entendimiento inteligente de los factores bajo
análisis que sólo podrá ser alcanzado mediante la convergencia de enfoques
profesionales diversos y complementarios.
El análisis jurídico esclarece interacciones y sus posibles
consecuencias en la materialidad legal de los hechos, a la par de colaborar en
la conformación de un programa adecuado planificadamente apto para solventar
cualquier eventual estrategia de defensa
frente a fiscales y jueces.
Mientras que la configuración de los componentes de acuerdo
a los lineamientos necesitan del aporte de las técnicas de auditoría para el
diseño y la probanza de controles, los que en su gran mayoría se vinculan
estrechamente con los principales procesos generadores de información
financiera.
Desde un entendimiento colaborativo acerca de la
interdisciplinariedad profesional que cada vez se torna más necesaria a los
efectos de otorgar respuestas acordes a las realidades que las entidades se
enfrentan en el siglo 21, el desafío consiste en no solamente actuar de manera
conjunta frente al delito consumado, sino en accionar proactiva y
preventivamente.
La compliance penal de la ley 27.401 introduce la variable
ética en la matriz de riesgos de las personas jurídicas como pilar básico en la
construcción de una nueva cultura de integridad. También se hará necesaria una
convergencia entre la transparencia de los actos de gobierno y el ejercicio de
una ciudadanía consciente y activa.
VI- BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA
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